martes, julio 26, 2016

 En baloncesto, existe un elemento que, a pesar de no ser animado, cambia completamente la concepción del juego. Sin él, este deporte pasaría a ser otro totalmente distinto. Os hablo del tablero. Un tablero de baloncesto se levanta imperioso sobre los cuerpos que van a luchar, de forma descarnada, por introducir el balón en el aro. En la reputación del baloncesto actual, usar el metacrilato parece que es una forma ruin de practicarlo, es la manera sucia de meter una canasta, el camino fácil que deshecha la floritura, arte principal por el que la chavalería se introduce en este juego. Sin embargo, también existen los metódicos, quienes teorizan sobre el arte de pivotar sobre sí mismo, sobre las características de la asistencia y la efectividad del tablero. Cuando comencé a jugar, me instruía un maestro gallego que estaba de paso por el pueblo. En su afán porque ejecutáramos un baloncesto minucioso, siempre nos gritaba: «¡Buscad el tablero. Hay que buscar el tablero, carallo!». Por aquella época brillaban, sin astro capaz de asomarse ni siquiera a sus tobillos, Kobe Bryant, Jason Williams, Shaquille O´neill, Vince Carter... y en un rincón apartado, sin masas aduladoras, se encontraba uno de los jugadores más perfectos que ha dado la Historia: Tim Duncan.
Tim «Siglo 21» Duncan, como el genial Andrés Montés lo apodaba, ha sido el mejor jugador que he visto usando el tablero. Si uno observa de lejos a Duncan, puede pensar que es jugador de baloncesto por su altura. Lo demás que nos ofrecen sus facciones es una persona ausente, taciturna, que está en el mundo por estar. En resumidas cuentas, nunca pensaríamos que se trata del mejor ala-pívot que haya parido una cancha. Duncan es el baloncesto -perdonen que caiga en este tópico manido y redundante, pero no se me ocurre otra sentencia para catalogarlo-. Si uno ve a Duncan jugar, observa cómo utiliza todos los movimientos que nos enseñaron de pequeños, con la diferencia de que él los ha usado enfrentándose contra armatostes que se hacían aún más grandes a golpe de pesas y de dólares, en el poco desdeñable periplo de 17 años.
Luego está su carácter, silencioso, como un espectro por la pista. Escribiendo este artículo he intentado recordar un mal gesto de Duncan, pero no hay manera de que acuda ninguno a mis recuerdos. La revista de baloncesto Kia en zona publicó hace unos días un post del facebook de Etan Thomas, ex-jugador entre otras franquicias de Oklahoma City Thunder, en la que el pívot contaba una anécdota que define a la perfección el carácter de Duncan sobre una cancha de baloncesto. Según Thomas, encaró a Duncan dando dos pasos y alejándose de él para que no lo taponara, soltando un gancho que finalmente fue bloqueado. En la jugada siguiente, cuando ambos corrían hacia la otra canasta, Duncan le dijo al oído: «Ese fue un buen movimiento, pero tienes que meterte más sobre mi cuerpo, así o sacas falta o al menos yo no puedo taponarlo».
Tim Duncan es la antítesis perfecta de Guti. Si el ex-jugador del Real Madrid ha sido durante toda su carrera la «eterna promesa», Duncan ha sido para nosotros el «eterno retirado». No ha habido playoffs de los últimos cinco años en el que no hayamos lamentado que era el último partido del 21 de los Spurs. Cuando más convencido estuve fue cuando falló una canasta medio fácil en el séptimo partido de las Finales de 2013 contra Miami Heat, canasta que le arrebataba el anillo. Después del fallo dio dos palmetazos en el parqué que inducían a pensar en la catástrofe. Perdió, pero no se retiro. Al año siguiente barrió a los Heat 4-1, para adjudicarse el 5º anillo de su carrera. Pero ahora sí, ahora sí se ha retirado Tim «Siglo 21» Duncan. Me he imaginado a Gregg Popovich llorando. Y no es para menos. Para muchos, también se nos ha muerto una parte del baloncesto.

Publicado en Arcos Información ( 22/7/16)

Publicado el martes, julio 26, 2016 por La enfermedad de las Turas

Sin comentarios

viernes, julio 08, 2016

 Uwe era un alemán escurrido como una calada de cigarro. Durante una semana, era el encargado de llevarme desde Prado del Rey hasta Suryalila, un retiro espiritual en el que lo más trascendente era si la Coca-Cola podía servirse bien fría, y en el que tenía que impartir unas clases de español. Ante mis sospechas sobre por qué ese individuo con ojos de búho vivía en Prado del Rey, él me contaba, de manera entrecortada, pues su español era muy pobre, y con una ironía robada de cualquier tasca, que le gustaba la tranquilidad del pueblo y que estaba cansado del ajetreo de la gran ciudad. Tópico entre los tópicos. Sin embargo, nunca he llegado a comprender la manía de los habitantes de grandes urbes de dejarlo todo y mudarse a un pueblo.
Hay una serie que veo ahora donde un pueblo costero alejado de Nueva York es tan protagonista como los personajes que circulan en ella. En The affair, Montauk extiende sus brazos invisibles al cuello de sus habitantes. La asfixia parece ser calmada cuando Alison, su protagonista, acude al mar en busca de una música silenciosa que apacigüe tanto aullido. Pero el mar le bufa, ladra, maúlla y se la come viva. No es un pueblo todo lo apacible que deseamos. Los seres que viven en él son demasiado taciturnos, refugiados en los bares, con mucho tiempo libre. La palabrería circula por las aceras como un niño en bicicleta. Un pueblo nunca indulta la culpa. Un pueblo es Comala, Macondo, Sonora, donde la aridez del terreno influye tanto en el día a día de los habitantes como peinarse o abrocharse una camisa.
De mi pueblo, Arcos de la Frontera, dicen que es el que mayor número de poetas por metro cuadrado tiene. Quizás no les falte razón. Antonio Hernández, uno de los grandes poetas que ha crecido en estas paredes que hipan desconchones, y que ostenta un currículo literario que ya quisieran muchos, afirmaba sin vergüenza ninguna en una entrevista concedida en el año 89: «Yo ni siquiera soy el mejor poeta de mi pueblo». Quien sea forastero, y analice el historial de Hernández, probablemente advierta en las palabras del escritor cierto afán de falsa modestia. Sin embargo, ese individuo estaría muy lejos de la realidad. En Arcos cada poeta que se atreve a jugar entre asonancias y metros, hinca una rodilla en el suelo y se signa cuando se menciona a Julio Mariscal.
Las calles de Arcos son motivo de metáfora en innumerables ocasiones en las obras de mis paisanos. Pepa Caro, una de los muchos poetas que tenemos, incluso dedica un poemario entero a hablar de ellas. En Las calles de la lluvia, el agua aparece como una melena con cuchillas dentro. Ni el verso manso y lento es capaz de aquietar tanto agüacero. «Nadie quería la lluvia / en esta calle. Nadie», dicen algunos versos. De nuevo el lugar donde naces como tenaza de las ansias. Las calles de Arcos se desdoblan y te hacen nudos en el cuerpo, te llevan al fango cuando te descuidas. Las calles de Arcos «ahora son olvido, / desdibujado perfil, / tierra ya moribunda / que no aviva la sangre», nos recuerda de nuevo Pepa Caro. Y también está la estrechez, que aprieta. Con sus raras geometrías las calles te acercan a la niebla y quién sabe si a la muerte. «Dan ganas de arrimarse a alguien / y hay espanto, / un espamto blando y muy secreto / que prefiere correr hacia lo oscuro», nos dice Mª Jesús Ortega en su poemario Toque de arrebato. Podría contaros miles de versos sobre las calles de mi pueblo, pero las palabras llegan al límite. Seguramente en Tokio, Nueva York, Madrid, haya alguien queriéndose introducir en la paz de un pueblo, engañados, quizás, por haber perdido dos o tres veces el metro. Otros, en cambio, anhelamos el sonido de los coches cabalgando por las avenidas. 

Artículo Publicado en Andalucía Información (06/7/2016)

Foto: The affair.

Publicado el viernes, julio 08, 2016 por La enfermedad de las Turas

Sin comentarios