viernes, abril 29, 2016



 Cuando lean este artículo, ya habré cumplido 29 años. La edad es una señorita que camina descalza por tu casa para no hacer mucho ruido, pero que cuando te sientas en el sillón, descuidado, aparece dándote una patada en la cara. Entonces te das cuenta de que estás en 2016, que hace veinte años que cantas el popurrí de Los bordes del área, que lo más productivo que has hecho contigo es perder el tiempo viendo El día después, y que aún esperas meter la canasta decisiva en el último segundo y salvar de un disparo certero a la chica rubia del vestido blanco. Esa patada inesperada y diestra, en definitiva, te hace recordar las cosas importantes, como la abuela de una amiga que tiene alzheimer y no se acuerda del nombre de su nieta, pero que cuando mira la tele mientras echan Cine de barrio, exclama <<mira Manolo Escobar, ¡qué guapo era!>>
Hablaba con mi abuela de los años que cumplía y apareció mi padre. Él no prestaba atención a la conversación literaria que llevábamos entre manos, porque la literatura, a fin de cuentas, es hablar del paso de los años. Hace unos meses asistí en Madrid a una charla con el poeta y novelista Manuel Vilas. Tras un silencio que sonaba a hoja partida por la mitad, alguien del público preguntó si había cambiado algo en su forma de ver la literatura, a lo que el escritor de Huesca respondió que últimamente pensaba mucho en la muerte, que eso lo estaba cambiando todo. La edad está llena de muerte, pero no de una muerte física de <<ahí te quedas>>, sino de una muerte literaria, la de los versos con olor a hospital -que diría aquél- a los que no has prestado mucha atención porque no te correspondían pero que cobran sentido cuando has traspasado la trinchera de unos años determinados, y te das cuenta de que siempre han estado ahí, excavándote pacientes como nadadores. El caso es que mi padre nos interrumpió tocándome la barriga y diciéndome <<tío, estás echando bartola>>. Yo me signé, preciso, y quise pedirle permiso a mi abuela para que me dejara asesinarlo delante suya, como cuando Johnny Sack pide a Carmine Lupertacci bondadosamente que le conceda su consentimiento para matar a Ralph Cifaretto, en Los Soprano, puesto que éste último había llamado gorda a su mujer en público.
29 años y todavía no he cumplido nada de lo que no me he prometido cumplir. No hace falta ir por la vida tratando de ponerte metas cuando todos sabemos, a ciencia cierta, que la vida está para aburrirse, y que cuanto más nos aburrimos, más felices somos. Ya Alejandra Pizarnik nos alertaba cuando nos decía <<esta lúgubre manía de vivir>>. Hay que aburrirse, mirar hacia abajo, y cuando veas tus zapatos, llamarlos ataúdes, como Nicanor Parra, que una vez escribió <<sepan que de ahora en adelante / los zapatos se llaman ataúdes>>. Eso es lo principal, ya luego nos pondremos metas. Pensando ayer en la ducha tomé conciencia de que la única actividad constante en mi vida ha sido la de escribir. No pensaba en qué había escrito, sino que había escrito durante muchos años seguidos, y que es lo único que podía hacer. Esto me recordó una escena de la serie Treme: Janette es una chef de alta cocina exiliada en Nueva York a causa del huracán Katrina, al igual que Delmond Lambreaux, un espléndido trompetista de Jazz. Los dos están cenando en un restaurante y conversan sobre el destino que han escogido. Delmond se sorprende de la voracidad con que come Janette. La chica le explica que lo hace así porque en su trabajo no se comen la comida que cocinan. El trompetista le objeta que es una cosa dura la que ha elegido con su vida, a lo que la chef le contesta: <<nosotros dos, ¿cierto?, gente como nosotros, solo hacemos una cosa. No tenemos elección, en realidad. ¿Podrías hacer algo más?>>.

Artículo publicado en Arcos Información (29/04/2916)  

Foto: Manolo Escobar. 

Publicado el viernes, abril 29, 2016 por La enfermedad de las Turas

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miércoles, abril 20, 2016

 No es bueno llegar a la primavera con los deberes hechos. Entras en la rutina de ganar, ganar y ganar, y llegan las jornadas decisivas y miras más lo que hacen aquellos para quienes el curso ha sido un mero trámite, que lo que verdaderamente te gusta, que es ganar, ganar y ganar. Te crees indestructible, joder, cómo no, si estás en Marzo y aventajas en 11 puntos al segundo de la clase, que es aguerrido, firma una de las temporadas de su historia y aunque gana a todo el mundo, no puede contigo. Piensas que para que todo termine tan sólo hay que dejar pasar el tiempo, quizás leyendo a los modernistas, preocupado por la belleza; tu belleza, porque no sólo ganas, es que encima en cada partido dejas un soneto en alejandrinos o una salutación escrita en hexámetros. Así que sí, que lo mejor es que el tiempo se diluya como una mancha de aceite en un calcetín y ya el año que viene Dios dirá.
Cada derrota que sufras de aquí al final ni siquiera se contará en los libros de Historia. Qué más da. Acudes a la contienda bien peinado y bien perfumado, y tratas al balón de forma delicada, al trote, despacio y en horizontal. Eres jodidamente bueno y tarde o temprano la pelota entrará, puede que más de una vez, donde mejor se encuentra, acunada en el vientre de la portería. No importa que sea el Real Madrid el que venga a chafarte la tarde de un sábado. Ya nada ni nadie puede estropearte tus plácidos fines de semana. Se pierde, y qué, aún la ventaja es suficiente. Te duchas, te peinas, te abrochas el último botón de la camisa y pides comida en el chino. El miércoles sí hay que darlo todo, vienen los mismos quisquillosos de siempre a ponerte contra las cuerdas. Sufres. Se ponen 0-1, pero como siempre, ganas. Lo siguiente es un trance habitual. Anoeta, que no es un estadio modernista una tarde noche de domingo, sino triste y melancólico como un verso de Machado.
Ahí te das cuenta de que algo no va bien. Te marcan, y aunque queda mucho tiempo para que ocurra lo de siempre, que ganes, te quedas sin respuestas. Lo achacas al cansancio de entresemana, esos quisquillosos de rojiblanco de verdad que fueron duros. Quizás sea un traspiés doloroso, pero puede que venga bien para espabilar. Te ha ocurrido como al estudiante perezoso que llega de clases y se promete, convencido, que la siesta va a durar una hora. Sin embargo, cuando abre los ojos, el sol no tiene el color que debe tener y se marcha bostezando por la espalda de los edificios. Todo va a salir bien, te dices, todo va a salir bien.
Pero, carajo, el miércoles hay barro. Mucho barro. Te encuentras en medio de una histeria que ni siquiera has visto llegar. No se puede fallar. Estos del Manzanares vienen con cuchillos en los dientes, aunque de nuevas. Ya has vivido eso mismo en Stamford Bridge y ha pasado lo de siempre, que ganas. No. No ganas. Algo va mal. Tus compañeros tienen los ojos negros. Las piernas tiemblan. Has llegado a la primavera con los deberes hechos para la victoria y ahora resulta que tu máximo rival está en semis y tú no. Que puede que haya Undécima y tú no estás presente para hacer lo de siempre, ganarles. Bueno, aún quedan dos competiciones. El calendario es fácil, y el siguiente partido lo juegas en casa.
Y no. Que no. Que se adelantan en tu campo 0-1 y cuando esperas que llegue lo necesario, el descanso, resulta que el balón se cuela elegante por un hueco leve y te hacen el segundo. Y ahí ya sí que sí. Tomas consciencia de que estás en el final y has alimentado al mismo demonio que alimentaste tantas veces otros años. Rijkaard, Ronaldinho. Pero viene A Coruña, donde se ha ganado una liga, donde va a pasar lo de siempre, te repites, que ganas...

Publicado el miércoles, abril 20, 2016 por La enfermedad de las Turas

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viernes, abril 15, 2016

 Mi madre todavía me pregunta qué quiero ser de mayor. Lo hace seria, tanteando el terreno mientras me acerca sigilosa un bocadillo de nocilla. Yo me pongo solemne para dar la respuesta. Me aprieto bien el nudo de la corbata y me abrocho la gabardina hasta el primer botón de la camisa, para hacerlo lucir. Acto seguido, doy un mordisco al bocadillo, carraspeo para coger buen tono y afirmo que quiero ser rico como Mario Vargas Llosa, ganar el Cervantes, el Príncipe de Asturias y el Nobel. Por ese orden. Nada cercano al futuro como escritor provinciano y profesor de instituto que me espera.
De hecho, ya inicio mi carrera escribiendo en el periódico de mi pueblo. Mi abuela el otro día me preguntó orgullosa si yo estaba escribiendo en él. Quise contarle que mi intención era la misma que la de Antonio Muñoz Molina cuando comenzó a escribir en el Diario de Granada. El novelista cuenta que se presentó en la redacción del diario porque no le publicaban nada y ansiaba que sus palabras desprendieran tinta. Sentirse escritor. Algo parecido a lo que hice yo en la redacción de este medio. La trayectoria del escritor de provincias se urde acercándote al abrazo frío de una columna, como un capo de la mafia busca consuelo zambulléndose en los brazos de su padrino, implorando que su mujer no se encuentre un pez crudo en el felpudo de su ático.
Somos los escritores de provincias seres entrañables. Nos paseamos incomprendidos por las estrechas calles de nuestros pueblos, con los brazos enlazados detrás de la espalda, buscando un verso a la tarde, que nos caiga la gota exacta de una idea suntuosa para una novela, quizás la abuela del vecino de un amigo que perdió a su marido en la Guerra Civil y sacó adelante a siete hijos. La gente del pueblo se sentiría orgullosa de esa novela, pensamos, y nos dirigimos acelerados a casa para escribirla en pocos meses y que el Ayuntamiento nos la publique con 500 ejemplares. Porque los escritores provincianos escribimos sobre todo para que nos lea la gente de nuestro pueblo. Somos como aquellos versos de Pedro Sevilla, en el poema titulado Mi madre, donde el poeta le confiesa el único e incontestable motivo por el que se dedica a esta tarea de borronear papeles: <<Si escribo es porque tengo / una deuda con tus ojos de lluvia; / para que llores menos, si es posible, / y digan los del pueblo: / esa vieja de luto es la Angelina, / que le ha salido un hijo que hace versos / y escribe en los periódicos>>. Todo se reduce a eso, a que los del pueblo hablen de ti, y si eres bueno, a que tus alumnos te lean y te pregunten por qué escribiste esta o la otra cosa.
A veces el escritor de provincias cree que su obra está poco reconocida, o que si da un poco más de sí, puede escribir algo que interese a las grandes editoriales. Quién sabe si un diario. Pero lo escribe y de las editoriales tan sólo recoge un silencio largo e imperturbable que entra por el vientre y se acomoda en la garganta. Entonces piensa en el suicidio, como el protagonista del relato Diario de un escritor fracasado, de Juan Bonilla. Y tampoco es eso, hombre. No si en tu pueblo existe un periódico con falta de columnistas que generosamente va a ofrecerte un acogedor hueco semanal para que te sientas escritor. Así que aquí me veo, escribiendo en el periódico de mi pueblo, trajinándome una excelente carrera como escritor de provincias que esté a la altura de mis antecesores, repitiéndome lo mismo que dice el comisario que entra en la funeraria del señor Mozzarella, en Con faldas y a lo loco, y descubre que detrás se encuentra un bar clandestino: <<Las cosas hay que hacerlas bien o no hacerlas>>.

Artículo publicado en Arcos Información (15/04/2016)

Foto: Con faldas  y a lo loco.

Publicado el viernes, abril 15, 2016 por La enfermedad de las Turas

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martes, abril 05, 2016

Llegué de trabajar como un día normal. Uno, cuando llega a casa después del trabajo, siempre tiene que hacer el mismo ritual, como una abuela cuando va a misa, que entra en la iglesia, compra una vela roja, la enciende y ya después si eso se acomoda para rezar. Dejé mis cosas en mi habitación y me senté a comer. Mi padre miraba la televisión, como siempre. Yo, también como siempre, dije <<buenas>> para saludar, sin esperar ni siquiera una respuesta por parte de nadie, porque a esas horas no hay nada más importante que el plato que tienes delante. Pero mi padre contestó, claro que contestó, con una frase sentenciosa que lo único que pretendía era herir la paz incomprensible de la salita. <<Abri, Cruyff se ha muerto>>. No tenía ánimos para entablar una conversación con él que versara sobre la ligereza en el fútbol y sobre quién había marcado una época más gloriosa en el Barça, así que contesté <<hostias>>, y me concentré en el plato que tenía enfrente.  Ya pasados varios días,  no he podido dejar de pensar en la muerte de Cruyff y en mi padre.
Desconozco los motivos por los cuales mi padre es culé hasta para elegir sofá. Me gusta pensar que es del Barça porque el club significaba para él un recurso épico contra el franquismo de su infancia, algo parecido a lo que pensaba Manuel Vázquez Montalbán, y que Cruyff representaba una clara victoria contra el Régimen. Sin embargo, creo que es cruyffista porque desde que nació mi padre hasta 1994, el F.C. Barcelona había vivido sólo dos momentos gloriosos -un 0-5 en el Bernabéu y el Dream Team-, y en los dos Johan mandaba tranquilo e imperturbable, vestido con sandalias y una toga de lana cayéndole sobre el cuerpo. Puro fútbol. Es tan cruyffista que una vez me hizo grabarle un Argentina-Holanda del Mundial de Francia porque no lo podía ver, y aunque Cruyff nada tenía que ver con esa selección de Holanda, era holandés, y a Holanda se la defiende en mi casa como a la última letra de la hipoteca.
Yo, barcelonista prófugo, tengo malos recuerdos de Cruyff dirigiendo el banquillo del F.C. Barcelona, pues coincidí con la época de los Cuéllar, Kodro, Prosinecky, Eskurza, Korneiev, y una serie catastrófica de fichajes que auparon al Barça a la burla más sarnosa y a los comentarios más feroces en mi contra por parte de los viejos sin escrúpulos que bebían manzanilla con mi abuelo en el bar. (Artículo completo en Andalucía Información)

Publicado el martes, abril 05, 2016 por La enfermedad de las Turas

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