Llegas a casa después del trabajo. Tienes la cena hecha desde el día
anterior para ahorrar tiempo, te das una ducha, recalientas la
comida, te desparramas en el sofá -si el día está para lujos
quizás abras una lata de cerveza-, enciendes la tele e intentas
buscar algo que te aleje cuanto más mejor de la cómoda miseria en
la que vives, algo que no te haga ver nítido lo que el Pijoaparte
vio enseguida la primera vez que se acostó con Maruja, en la novela
Últimas tardes con Teresa:
«la
aceptación de la pobreza».
Pero es imposible. La televisión está hilada para que la gente
llore o para que sienta envidia de los ricos: el millonario que nos
ofrece su lujosa casa para que podamos ver cómo viven los dioses;
Bertín Osborne entrevistando en su casa asimismo ostentosa a
cualquier colega -si el día está para lujos quizás entreviste al
Presidente del Gobierno-; o sino, lo contrario: la periodista que
inicia ilusionada su andadura por televisión y entrevista a una
señora mayor cuya casa ofrece humedades del tamaño de un galápago;
si cambias ves a la misma becaria con distintos apellidos
entrevistando a una anciana que cobra una pensión mínima y no puede
pagarse un elevador para subir los 20 escalones que dan acceso a su
vivienda; en otro hay una señora distinta «con
tres bocas que alimentar»
y que pide ayuda, mientras una presentadora con una sonrisa
renacentista alienta a edición para que rotulen un teléfono con el
fin de que donemos «solidaridad».
Extasiado por tanto drama, pides a gritos los anuncios, pero cuando
éstos llegan, vienen de la mano del dramón definitivo: la señora
mayor que chochea y cree que le ha tocado el gordo de lotería, con
todo un pueblo ayudándola -inclusive un nieto holgazán que
representa milimétricamente a los jóvenes de España- en la
mentira. Más tarde, el chispazo final, con la señora regalando el
décimo a su hijo.
La Lotería de Navidad se ha
propuesto no dejarnos descansar de la desdicha social ni siquiera en
los anuncios. Antes, al menos, su publicidad iba destinada a irradiar
felicidad y magia. Eran reclamos tiernos, un artificio que el publico
se alegraba de ver. Eran, en definitiva, lo que se espera de la
Navidad. Estos elementos se han sustituido por cortometrajes donde el
único fin es la llorera, pero además, lo hacen de la forma más
ruin posible, utilizando la ilusión de un obrero cualquiera o de una
anciana preocupada por su hogar. Una sensiblería barata que, de
todas formas, funciona, porque el público ya se ha acostumbrado a la
compasión que tantos y tantos años lleva vendiéndonos la
televisión, a llamar solidaridad a lo que es caridad, al hecho de
que tan sólo la suerte repartida un día al año será capaz de
sacarnos la cabeza por el balcón para que respiremos. Yo no he
llorado con el anuncio de la Lotería. Es más, he sentido un poco de
vergüenza ajena ante esa estampa costumbrista y pueblerina llena de
estereotipos manidos, con el joven enganchado al móvil tratando mal
a la abuela, incluso cuando pide colaboración a sus vecinos se
resigna ante la locura de la anciana. Tampoco me gusta la
condescendencia del pueblo. Es irreal, gris y obsoleta, porque la
sociedad en la que vivimos, sea en Villaviciosa o sea en Barcelona,
es egoísta de por sí, por lo tanto, no me creo nada de lo que
sucede en él. Llámenme insensible, pesimista o agorero si quieren
cuando lean este artículo. Quizás toda la culpa de mi visión hacia
él no la tenga ni el propio anuncio. A lo mejor me influye también
que toda la televisión se ha convertido en unos cuantos ejecutivos
codiciosos que exclaman cuando estrechan la mano del creativo: «¡Qué
lloren! ¡Qué lloren!».
Publicado en Andalucía Información (18/11/2016)