Hay veces que quiero leer demasiado. Es una vorágine incontrolable que me acerca a un abismo de letras, que te pone en el centro de un huracán donde acentos, puntos, comas y párrafos aletean golpeándote la cara como peces furiosos. Tiendo a recoger todo libro que esté a mi alcance. Hace poco, una amiga iba a tirar una colección mala, horrorosa en la forma, de esas que tu madre compra para rellenar el hueco de una estantería. «¿De verdad quieres quedarte con ellos? -me objetó-. Son muy feos». Yo los miré por si el arrepentimiento me tendía una mano noble, pero le contesté que algo se podría hacer con ellos, sobre todo olerlos.
Para controlar el desorden que me provoca querer aunar tantos libros, me voy a las bibliotecas. Los paseos por los pasillos de las bibliotecas son lo más parecido a una fiebre mortal. Abro los libros y leo los párrafos iniciales, los huelo, los cierro, camino, leo un poema, lo huelo, camino. Una hora, tres veces a la semana, con la desconfianza de los que están a mi alrededor. A veces pienso que me imaginan como un pervertido huelebraguitas. Más tarde, cuando una edición es inquebran-tablemente buena, le acaricio la solapa, toco su papel y la deslizo silenciosa por mi cartera de cuero. Robar libros es la forma de ejercitarse para los que vivimos en la butaca con la espalda encorvada.
Los primeros libros que robé estaban en casa de mi abuela. Tenía unos diez u once años. Cuando todos creían que jugaba con mis primos, yo me colaba en el cuarto de los trastos viejos y guardaba en mi mochila todas las novelas que habían obligado a mi padre y a mis tíos a leer en el instituto. Luego, cuando los leía, no entendía nada, pero era apacible pasar las hojas de papel marrón en una esquina de la cama, para que mi madre no supiera qué estaba haciendo, con la inocencia de lo prohibido. Y me aficioné. Tuve una novia a la que le desvalijé media biblioteca. La biblioteca de mi pueblo también ha sido víctima de varios hurtos. El último que cometí fue en el piso de mi hermana, cuya estantería de libros me sorprendió en títulos y ediciones. Era una oportunidad que no podía dejar de aprovechar.
La sorpresa me llegó cuando me di cuenta de que no era el único que tenía el afán de quitar libros. Hay todo un mundo de escritores que han sucumbido a la práctica. Incluso se ha teorizado al respecto. Roberto Fresán, en un artículo publicado en Radar Libros, afirma que «robar libros es, en realidad, una forma deportiva de la literatura», y añade en un aparte: «Cuando se roban libros, uno es persona y personaje». Hay algo místico en el acto de escabullirse de una librería con un libro temblando en el bolsillo de tu chaqueta. Los libros robados pasan a ser tus cómplices en el momento que son alumbrados por el flexo. Roberto Bolaño también fue un gran atracador de libros. En un artículo en el periódico El País, cuenta cómo una vez lo atraparon robando uno. «Mi detención fue ignominiosa. Parecía como si los samurais de la librería hubieran puesto precio a mi cabeza. Amenazaron con expulsarme del país, con propinarme una madriza en el sótano de La librería del Sótano, lo que a mí me sonó como si aquellos neofilósofos hablaran entre ellos de la destrucción de la destrucción, y al final, tras larga deliberación, me dejaron en libertad no sin antes apropiarse de todos los libros que yo llevaba, ninguno de los cuales había sido robado allí». Hay quien está en contra del robo de libros. Desde aquí les digo que vale, que muy bien. El acto de propiedad indebida va más allá de lo explicable. Lo único que puedo hacer es pedir perdón, sobre todo a mi exnovia. Prometo no devolverlos.

Artículo publicado en Andalucía Información (24/6/2016)

Foto: Loui