lunes, febrero 17, 2014

 En la habitación suena Something de Los Beatles. Hay mucha claridad. Las cortinas se contonean haciendo reverencias movidas por la brisa. Por entre sus claras telas se cuelan como flechas los rayos anaranjados del sol. La cámara camina muy lentamente hacia atrás ampliando la visión de la habitación. Aparece una cama con un hombre desnudo y una mujer encima suya haciéndole el amor. Sus manos están apoyadas sobre el dorso del hombre. Le hace el amor pausadamente. Las sábanas blancas están desordenadas alrededor de los dos cuerpos, incluso caen por un borde de la cama. La luz se filtra también por los cabellos rubios de la mujer. Rompe el estribillo de la canción. You´re asking me will my love grow dice la letra. Justo en esa frase se abre violentamente la puerta de la habitación, pero nosotros lo vemos a cámara muy lenta. Aparece un hombre con una metralleta, o un arma que dispara muy rápido, no sé. Comienza a disparar como si fuera lo último que hiciera en la vida. La cámara muestra un plano de la mujer recibiendo los disparos. Vuelve al plano amplio de la habitación. Los disparos continúan con el estribillo de la canción. La pared del cabecero se tiñe con grandes gotas de sangre, trozos de sábanas saltan por los aires. Trozos de cristal también. Con el final del estribillo acaba el tiroteo. El intruso agacha el arma y se da la vuelta. La cámara muestra la habitación. Hay mucha claridad y está descansada.
     Imaginaba la escena mientras sonaba esa misma canción en un bar inglés de Hannover que me gusta mucho. Alrededor mía había amigos, pero no les hacía mucho caso. Hay días en los que sólo estás para la literatura o algo que se le parezca. Puede parecer que quieras estar muy solo. Yo no sé si es eso lo que quiero, pero hay veces en que soy capaz de silenciar el bullicio de mi alrededor. A Juan Tallón le leí, en un artículo en el que habla de su búsqueda de silencio para la escritura, “es hermoso que el silencio te penetre en los huesos”. Una amiga mía me cuenta que cuando termina de hacer un poema tiene la absoluta necesidad de fumarse un cigarrillo. Pero tiene que ser liado. Yo supongo que siente la paz del trabajo bien hecho poniéndole como banda sonora el sonido de sus caladas al silencio.
Hay veces que para llegar al silencio debe haber habido mucho alboroto antes. A mí me da mucho escalofrío el silencio de una estrofa del poema Contra Jaime Gil de Biedma. “Te acompañan[...]/ las calles muertas de la madrugada/ y los ascensores de luz amarilla/ cuando llegas, borracho/ y te paras a verte en el espejo/ la cara destruida [...]” dice la estrofa. Es aterrador. Mientras el ascensor subía se debían escuchar en su cabeza los raíles de las vías de un tren. Roberto Bolaño dijo que “siempre había admirado las vidas desmesuradas de los poetas”. Son vidas que me hicieron amar la poesía a mí también. Pero lo malo de esas vidas es cuando llega el silencio, como en Jaime Gil de Biedma.
El mismo Bolaño dice en Los detectives salvajes “hay momentos para recitar poesías y hay momentos para boxear”. Yo escribo después de haber boxeado contra un día. Dejo que el silencio penetre en mis huesos, me traigo conmigo las calles muertas de la madrugada, recuerdo los golpes recibidos en el ring y justo ahí es cuando comienza todo. Más tarde le pondré banda sonora al silencio con el sonido de las caladas de un cigarrillo. Ahora no sé si es momento para la poesía, pero estoy seguro de que es momento de boxear. 

Foto: Roberto Bolaño. 

Publicado el lunes, febrero 17, 2014 por La enfermedad de las Turas

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martes, febrero 11, 2014

 El sol de finales de verano lijaba el cemento. El tráfico ignoraba lo que estaba pasando. En realidad para el mundo no pasaba nada. Así es como se fraguan las grandes historias, cuando al mundo le importa un comino lo que está ocurriendo. En el medio campo de una áspera pista de baloncesto de un colegio público, diez chavales vestidos de manera destartalada para el deporte que iban a practicar escuchaban atentamente las primeras palabras de su entrenador. De los diez chavales, sólo dos habían jugado alguna vez al baloncesto. El resto se adormecía buceando por la musicalidad del acento gallego del entrenador. Los chicos eran bajitos y menudos para el juego, pero eso lo sabrían más tarde. Cuando Ángel terminó su charla de motivación, por un lado de la pista apareció un chico que en el momento creímos nuestro salvador. Era grande y corpulento, y caminaba con la seguridad de los que han vivido mucho. <<Éste seguro que llega a canasta desde el triple>>, nos decíamos unos a otros ilusionados. El chico se llamaba Adrián. Mientras los demás lanzábamos a canasta mirando de reojo lo que hacía Adríán, éste se acercó a por un balón, se dirigió a la línea de triple, boto dos, tres veces, apuntó, lanzó y el balón salió por encima del tablero de canasta. Yo sólo atiné a mirarle las zapatillas. Adrián se había calzado unas Adidas Predator multitacos para jugar al baloncesto. Apoyé mis sienes en los dedos pulgar e índice. El desastre estaba asegurado.
La estrella del equipo finalmente no resultó ser Adrián. Fue Iván, un chico de Algar, un pueblo de al lado, que reunía unas cualidades envidiables para su edad. Los tres primeros partidos fueron calamitosos. Creo recordar que en el primer partido amistoso que jugamos no llegamos ni a anotar veinte puntos. Y si creen ustedes que por nombrar a Iván, la estrella del equipo, esto va a convertirse en algo épico, que al final terminaremos siendo campeones como en una película americana de instituto, están muy equivocados. Eso sí, en el primer partido de temporada disputado en casa, Iván hizo un partido asombroso.
Al principio firmábamos la derrota, como casi siempre. Pero me di cuenta de que podíamos hacer algo cuando le apretaba al base y éste se ponía nervioso. Ángel también se dio cuenta. Pidió tiempo muerto y nos dijo: <<Están asustados, no meten ni una, cierren el rebote y désenla a Iván, que corra y meta canasta carallo>>. Las tres o cuatro personas que veían el partido rugían. Yo recuerdo que me coloqué un turbante rojo de mi hermana en la cabeza, quería imitar a Ayuso, un anotador puertorriqueño que formaba un tándem genial con Carlos Arroyo en la selección. El plan se ejecutó a la perfección. Iván terminó con 36 puntos y la cara ensangrentada de correr pista arriba y pista abajo durante todo el partido. Más adelante aprendimos a jugar y sí formamos un equipo decente. Pero esa primera victoria queda en nuestra memoria como símbolo del equipo que hicimos en los años posteriores.
Ahora nos reunimos todos los veranos para jugar una liga local amateur. Pero yo ya no soy tan ágil y disfruto de las canastas de mis otros compañeros. Iván tampoco es tan ágil ya. Ahora la cara se le pone ensangrentada cuando baja a defender dos veces. Le ponemos ímpetu. En el banquillo, cuando hemos corrido más de lo que nuestro organismo nos permite, nos decimos <<verás mañana cómo nos va a doler el cuerpo>>. En ese momento siempre alguien dice: ¿te acuerdas Iván cuando metiste los 36 puntos y eras el mejor del equipo?. E Iván sonríe: <<¡Qué malos éramos!>>. Esa temporada sólo ganamos ese partido, pero fue hermoso. Enric González dice en un artículo suyo que "son más hermosas las victorias de los vencidos". Yo también lo creo. Hoy me levanté con el ánimo hecho un desastre, pero me envalentoné y tecleé lo primero que se me vino a la cabeza, que fueron Iván y sus canastas. Como Iván en el banquillo he sonreído. Supongo que también uno necesita una pequeña victoria contra esos días. 

Publicado el martes, febrero 11, 2014 por La enfermedad de las Turas

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lunes, febrero 03, 2014

 La otra noche vi la película más disparatada y divertida que haya visto jamás. Otras veces no he corrido tanta suerte, sobre todo cuando no he tenido internet y he tenido que soportar, mientras veía la televisión, las estupideces que en ella acaecen. En realidad no veía la tele, apartaba canales de mi vista, porque cuando intentaba ver algo se sucedían unas detrás de otras unas situaciones ridículas, a cual más, la mayoría de ellas protagonizadas por seres deleznables a los que las audiencias convierten en los dueños de la sociedad. Ponía un canal y me contaban que un hombre había gaseado su casa con su hija y su mujer dentro, cerraba mi ojo izquierdo, desenfundaba mi mando a distancia, apuntaba y apretaba el botón de siguiente. Mientras ejecutaba el acto, la onomatopeya, <<¡pum!>>. La pantalla me enseñaba a Mariló Montero, <<¡pum!>>, Manolo Lama, <<¡pum!>>, Risto Mejide, <<¡pum!>>; y así sucesivamente. Pues eso es God bless America, la película de la que os hablaba, un hombre harto de las sandeces de la sociedad -sociedad es casi sinónimo de televisión- acompañado de una dulce niña que decide tomarse la revancha como le viene en gana. Eso sí, sus <<¡pum!>> huelen a pólvora.
La sociedad se ha convertido en un reality vomitivo. Mucha gente cree que el fútbol vive al margen de ella, pero nada más lejos de la realidad. La liga BBVA se ha transformado en los últimos años en un reality absurdo en el que el espectador sabe de antemano cuáles serán los que se disputarán el premio final sin que haya competencia alguna. Como las televisiones saben que en este país la mayoría de las personas es del Barça o del Real Madrid, ocupan gran tiempo de los telediarios al deporte. Pero no crean que hablan de deporte, ni mucho menos, sus agotadores minutos versan sobre si un jugador lanza una pulla a otro por twitter, o de si en Barcelona hay madriditis o en Madrid barcelonitis. A uno le dan ganas de liarse a tiros con esas discusiones. Por suerte, no soy el único que piensa lo mismo. Es más, uno de los segundones de ese circo, al que la televisión y prensa deportiva ignoran, se ha levantado en armas, y anda dando tiros allá en los campos de fútbol por donde va.
A Frank Murdoch, el protagonista de God bless America, lo mueven la desgracia y la tristeza. De eso el Atleti sabe mucho. Hastiado de tanta fatalidad, el equipo colchonero dirige su propia película, de la que muchos llevan pronosticando el the end desde octubre, pero que está escrita sin fisuras y dirigida con mano de hierro por un director de lujo, el Cholo Simeone, al que su reparto venera y hace caso de cada coma y de cada punto y a parte que les dicta. De entre sus doce actores, dos de ellos se han convertido en asesinos infalibles. Arda Turan es el asesino silencioso y de gabardina. Se mueve por la escena como un galán, con las manos en los bolsillos y movimientos elegantes, pero cuando la acción pide barro, es capaz de desenfundar el revolver como el mejor de los gánsteres. Diego Costa es distinto. El delantero es la secuencia en la que a los matones los persigue la policía y el copiloto saca medio cuerpo por la ventanilla del coche, con un ojo cerrado y el arma bien agarrada, con temple y rabia para enfrentarse a la ley a metralla limpia. La ley del fútbol español que dice que Barça o Madrid han de ser los campeones.
El Atleti hace que me agarre a las aristas del sillón. Me ha vuelto a recordar lo importante que es un gol en el fútbol. Para los que vivimos aburridos por este sistema que han impuesto a la Liga Española, el Atleti es como God bless America. Es la sátira perfecta a la sociedad del fútbol, la misma que los años harán caer por su propio peso e indecencia. Es probable que el final sea insulso y lo peor de la película, pero el comienzo y el nudo ya han hecho que merezca la pena pagar por la entrada. Por eso, God bless Atleti.

Foto: God bless America

Publicado el lunes, febrero 03, 2014 por La enfermedad de las Turas

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